
El coche abre la puerta. De él baja un joven, de apenas 30 años, bien parecido pero de aspecto aniñado, con la camisa entreabierta, los pantalones a medio abrochar, aún erecto.
Lo mismo podía haber sido una mujer, pero es un hombre. El coche se marcha rápido. Su conductor apenas gira la cabeza y entorna sus ojos para mirar. Me ha visto. Sabe que yo también a él. Acelera y desaparece dejando tras de sí un reguero de polvo y piedras como si la conciencia fuera demasiado pesada para mirar de frente al espejo.
Justo entre los matorrales el joven aniñado termina de vestirse y recompone su figura. Da un par de pasos hacia delante y se detiene. Se atusa el pelo con la mano aún húmeda del deseo y vuelve a mirar a ambos lados sin dejar de caminar.
Otro coche se acerca. Lentamente se detiene y su conductor deja que los intermitentes se enciendan un par de veces. Es la señal. El visto bueno al sexo consentido y sin previo pago. La historia vuelve a comenzar. Deseo, líbido, pasión y desenfreno en medio de la naturaleza, en cualquier calle, en cualquier rincón, entre adultos, en libertad.
Hombre, mujer, qué más da. Sin preguntas, sin recuerdos, para muchos sin moral.
Qué más da.
Al acecho.
Si sólo es sexo.
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