Los codos sobre la mesa, las gomas en el pelo, los ojos castaños, el pelo denso y opaco.
Su sonrisa revela impaciencia. Masca chicle, devuelve la mirada desafiante a quien la sorprende atusándose la melena y crujiendo las uñas.
Al otro lado del cristal, en la ventana del taxi, en el mostrador de aquel viejo supermercado, ella sujeta con poca delicadeza el bote de pintura que alguien ha devuelto, los caramelos que el niño de la cola no quiso, la pandereta navideña olvidada en un cajón que alguien decidió devolver antes de que fuera demasiado tarde como si estuviese nueva.
Su pose excita. Camina erguida, contonea sus caderas, mueve los labios en vertical mientras habla y la lengua no se está quieta.
Compañeros, amantes, clientes, policías de paso y paisano, más clientes, más compañeros que terminarán siendo amantes.
Ella apenas mueve la barbilla cuando su jefe le dicta la nota del día. Son cuatro
envíos, apenas cinco minutos, y su desaliño se convierte de inmediato en predisposición, eficacia, casi vulgaridad metiendo en sus correspondientes cajas los productos.
El envio está listo. Sólo han pasado cinco minutos, y ella vuelve a poner los codos sobre la mesa, vuelve a mascar el chicle que lleva en la boca desde por la mañana con la indolencia de una adolescente.
Se rasca la pierna derecha, mueve compulsivamente la mano izquierda como pidiendo paso. Sonríe a una de las chicas en patines, se atusa nuevamente el pelo y recuerda que bajo la mesa tiene una botella de agua a medio beber.
Ha ganado la batalla. Ha logrado convencerme.
Será difícil olvidar su gracejo, su sabiduría callejera, su pasión gitana, esos ojos, ese pelo, esas caderas bailando al son que ella misma les marca.
Carrefour de Bahía Sur en San Fernando.
8 de enero.
21,30 horas.
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