jueves, 1 de abril de 2010




Fantasma de Salitre.


Tarde recién horneada por las manos quietas de la primavera. Salimos a correr un rato. Jesús y yo. Yo y Jesús. Carleo a dos voces.

Elijo la templanza de la tarde, el azul del cielo, el añil de un mar quieto y el rojo de los acantilados.

Elijo llegar a la Loma, a nuestro Finisterre parco y mágico y que su silueta rasgue el horizonte como una aparición brutal e inesperada.

Elijo su pelo húmedo, sus pies descalzos, su cuerpo neoprenado, solitaria, altiva, mirada levantada hacia el cielo de los futuros, tabla de surf en ristre, única, fuerte. Ella.

Elijo fantasma de salitre.

Elijo el “Hola” de Jesús y un susurro que ella despereza entre sus labios y que es como el sonido de la última ola que se desparrama sobre la orilla de la playa.

Elijo escribirla, recordarla para siempre, tatuarla con palabras sobre la piel de mi memoria, elijo imaginarle una vida más allá de su cuerpo mojado.

Elijo esa imagen. Ese momento. Ese instante hecho de luz y poesía, levantado sobre el armazón de lo que inventamos o creemos ser.

Elijo volver por donde hemos venido. Acantilados rojos de tierra rota, añil de mar quieto y nuestro y azul de un cielo que descorre las cortinas de un atardecer que nace mientras corremos.

Elijo carlear. Siempre me gusto esa palabra. Carlear, carleo, carleo a dos voces.

Y elijo fantasma de salitre.


Fdo. Gustavo Torres.

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