No quiero soñar con viejos molinos, no quiero deambular por barras americanas, no quiero beber, no quiero echarte tanto de menos.
Maldita sea. Días de vino y rosas. Días de amargor en la boca, de oscuros saltos mortales mientras los dos perros que veo por la ventana corretean jugando, ajenos a mi sufrimiento.
Odio la sensación de derrota. Odio la mediocridad. Odio el viento. Odio los horizontes cremosos.
No quiero divagar olvidando lo que fuimos. No quiero satisfacer tu curiosidad, no quiero ver aquellas películas en blanco y negro que todo el mundo saben que acabarán con final feliz.
Odio los finales felices, odio la incertidumbre en la que siempre vivimos, odio las noches sin amantes, las canciones sin música, los libros que no escribí y las cuartillas en blanco que vuelven a decirme que me odian, siempre lo hicieron.
Odio a los plateros que pasarán noches inolvidables porque jamás podré ser como ellos, odio a quienes escriben sobre mi sin conocerme, a quienes leen en la oscuridad de la madrugada, están deseándolo, y no me llaman.
No quiero perder la oportunidad de saber. No quiero dejar de oir las canciones que nos ponían melancólicos mientras reíamos por no llorar, no quiero olvidar cómo follamos, simplemente no quiero.
Cada paso que dimos, cada aventura perdida, cada cuento contado.
La niña llora mientras el niño sigue buscando coches. Se hacen mayores y nosotros envejecemos.
Tengo que perder la costumbre de llegar tan temprano, de angustiarme por una tristeza cíclica que responde a una infancia desafortunada.
Odio recordar y me encanta coleccionar recuerdos.
Odio lavar y me encanta el olor a ropa limpia, en los tendedores a pleno sol.
Me relaja tender, pero es un secreto.
No se lo digais a nadie.
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