Es hora de volver la mirada y no ver a nadie. Es hora de nadar sin corrientes, de tirarse a aquella piscina vacía de hojas que se agarró a nuestra memoria, es hora de perder, de volver a perder, es hora de resistir en la batalla.
Las canciones de nuestra infancia vuelven a recordarnos que nos hacemos viejos. Los niños sonríen en el parque, las cervezas cambian de manos en el bar, aquella chica que nos encontramos siendo una niña se ha convertido en mujer, y el incienso sigue oliendo a muertos.
Es hora de volver. Es tarde. Es hora de volver a ver, de releer, de pasar por caja, es hora de sentirnos afortunados de nuevo, de disparar sin balas, de contar hasta diez y de volver a contar. Es hora de redimirnos, de teclar en este maldito ordenador prestado todo aquellos que nunca nos atrevimos a contar, es hora de cantar, de escuchar, de silbar a los pájaros mientras esperamos el autobús en medio de la nada.
Tu dulzura se diluye como un azucarillo cuando vienes borracha. Es hora de amar, de relanzar, de revolcarnos en el barro como dos adolescentes cuarentones. Es hora de aprender a decir lo siento sin ruborizarnos, de recorrer las calles desiertas de un país extraño, es hora de divagar, de desear no hacer nada, de rezar, de mirar atrás y no ver nada.
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