domingo, 30 de diciembre de 2018

Flor



I.


Flor no se calma así como así. Viste de flores, como su nombre, juega con sus dedos y el bolígrafo que ha cogido prestado de la mesa de su padre. No tiene frío pese a que el otoño ya comienza a hacer de las suyas en Cádiz, con el mar empezando a dar síntomas de bravura, con las olas espumosas que extrañan a los turistas, con el viento arreciando sobre la piedra ostionera que empieza ya a estar harta de tantos piropos carnavaleros.

Flor sabe que el día será largo. Es fotógrafa aficionada, y heredó de su familia la clase, la distinción fingida y forzada, el espíritu libre, las ganas de juerga constante y la concepción de que ahí afuera hay un mundo por conocer, gente que hace cosas extraordinarias, gente que vive al límite, gente que vive.

Hace dos meses que esta chica joven, -tendrá unos 30 años muy bien llevados-, salió del hospital. Decidió operarse los pechos, ponerse una talla más. Al final fueron dos. Una copa extra, una mirada de soslayo más a su busto, que completa la expresión aniñada de una gaditana del siglo XXI.

Flor no encontraba en su pareja la oposición a casi nada. Manuel, lejos de oponerse, se llegó a obsesionar con la operación de pechos de su novia. Él consultaba las revistas de moda con actrices de Hollywood que ya se habían sometido a una operación similar para mejorar su atractivo, ganar autoestima femenina, y multiplicar los silbidos a su paso en las alfombras rojas. Manuel también solía rebuscar en internet los preparativos previos y los cuidados posteriores a dicha operación. Llegó a imaginar cómo sería su relación con las tetas nuevas de Flor. Llegó a evidenciar tal obsesión con los pechos recién operados de su novia, que llevaba dos semanas sin ni siquiera querer tocarlos cuando ésta se desvestía para cambiarse las vendas o darse una ducha.

Esa pleitesía a sus pechos contrariaba enormemente a Flor. Le hacía pensar que tal vez el resultado no había sido del todo satisfactorio para un hombre como Manuel, que quizá no debería haber entrado nunca en el quirófano, pero se consolaba viendo cómo sus amigas, en las primeras imágenes de los dos senos agrandados, se mostraban orgullosas de la nueva tetona gaditana.

Lo cierto es que Manuel ni se acercaba a ellas. El chico, de familia humilde y poco acostumbrado a que alguien pague por mejorar su físico más allá de las pesas en un gimnasio y la peluquería de su amigo Antón, Se había llegado a obsesionar tanto con los nuevos pechos de Flor, que había decidido huir de ella. No quería tocarlos. No quería maltratarlos con sus manos grandes y torpes.

Casi dos semanas llevaba la joven gaditana estrenando implantes y su novio no se acercaba. Manuel prefería la soledad de su ordenador, bien entrada la tarde o la noche; navegaba como un obseso por páginas pornográficas de todo tipo, y poco a poco se fue convirtiendo en un experto en prácticas sexuales poco conocidas. Aprendió todo lo que pudo sobre el sadomasoquismo, se convirtió en voyeur, y optó por lo que nunca había pensado que haría; inmiscuirse en las páginas de contactos homosexuales.

Sin que su orientación sexual lo invitase a ello, la curiosidad y el vicio de Manuel era tal que para calmar su obsesión con la operación de pechos de su novia, Flor, lo condujo a crearse un perfil falso en una de tantas redes sociales de contactos entre hombres. Se hizo unas cuantas fotos semidesnudo, eligió la que le pareció que se le reconocería menos y se le veía más sexi, una en la que aparecía tumbado en la cama que compartía con la recién operada; mintió en la descripción que el registro le requería

Hombre con ganas de conocer gente.
1,90. Complexión fuerte. Gaditano. Abogado. Soltero.

Manuel no pensaba que aquello fuera a suponerle ningún quebradero de cabeza. Simplemente por curiosidad o morbo, había decidido ver qué se cocía en los mentideros homosexuales de su ciudad. En sus primeras visitas a la red social desde el móvil se fue enganchando más y más. Descubrió en una semana que varios de sus ex-compañeros del equipo de fútbol también tenían perfil creado, más o menos real, y que todos habían logrado contactos esporádicos para mantener sexo. La mayoría había decidido a última hora no ir.

Desde luego, a Manuel no se le pasaba por la cabeza acostarse con otro hombre. Tampoco empezar una relación afectiva al margen de su noviazgo con Flor. Solo sentía una fuerte atracción por aquella doble vida. Se excitaba con el riesgo de que su novia, recién operada de pechos, adivinara que había logrado seducir con su perfil falso de abogado cachas gaditano, a algún maricón.

Pero todo se torció para Manuel la mañana en que salió a hacer un poco de footing por la playa. Con las prisas se olvidó el teléfono sobre la mesita de noche, y éste comenzó a emitir destellos luminosos y varios pitidos cortos pero repetitivos. Flor, que había dormido muy mal aquella noche en que se cumplían treinta días de su operación, y tenía revisión para ver cómo se habían asentado sus implantes mamarios esa misma tarde, optó por apagar el aparato. Cuando lo desbloqueó para darle al botón, no pudo evitar ver el icono parpadeante de la red social gay de moda.

Extrañada, Flor tecleó en el aparato el patrón de acceso del teléfono de su novio, que Manuel pensaba que nadie más que él conocía. Fue entonces cuando ella descubrió que su pareja se hacía pasar por un altísimo abogado gaditano, con fotos eróticas tomadas en poses sugerentes, con comentarios obscenos a esas imágenes de sus más de cien seguidores, con citas convocadas pero rechazadas a última hora por Manuel, con intercambios de números de teléfono, docenas de proposiciones deshonestas, con celos pretéritos y adulterios futuros.


La discusión que tuvo la pareja cuando el novio llegó de correr arruinó cualquier opción que Flor y Manuel hubieran tenido de seguir juntos, de perdonarse la una al otro su engaño. Ninguna explicación, ninguna justificación de Manuel convenció a su novia. Ésta le propuso ese mismo día que se marchara de la casa que habían empezado a compartir hacía un año, que rompieran su compromiso sin revelar a nadie lo que había pasado y así, al menos, evitar la mácula en su expediente heterosexual.

La pregunta era evidente, pero la respuesta trató de ser lo suficientemente tajante, sin conseguir su objetivo del todo.
No, Flor, no. Yo no soy mariquita”.








II.

Pasaron tres meses, quizá cuatro. Cádiz se había metido de lleno en su más puro invierno sureño. Madrugadas húmedas, días templados y ventosos. El mar seguía embravecido. La espuma ya no era blanca, y el oleaje de aquel fin de semana presagiaba la catástrofe.

Flor había rehecho su vida sola. Con tetas nuevas operadas al contado y vistosas como pocas en la ciudad, la joven era la atracción de los locales de copas. Su generoso escote atraía las miradas de los babosos borrachos de madrugada, que la piropeaban y manoseaban con o sin su consentimiento.

Flor se acostó en dos semanas con más de una docena de hombres de diferente edad y condición. Seguía enamorada de Manuel, al que hacía meses que no veía y con el que el contacto era nulo, pero quién sabe si para desquitarse de la afrenta de haberlo sorprendido ligando en redes sociales homosexuales, Flor necesitaba reafirmar su atractivo físico, por descontado tan evidente como innegable.

Su promiscuidad se hizo patente aquella época en todos los sentidos. Flor se dejó arrastrar por las drogas de diseño que llegaron a Cádiz con el retraso que llega todo a una ciudad de provincias. El invierno vio cómo la treintañera cumplía años acostándose con un italiano de paso por Cádiz, ingeniero, casado y con dos hijos. Al italiano lo siguieron un sevillano estudiante de medicina y monitor de spinning; un administrativo calvo que visitaba con más frecuencia el gimnasio que la oficina en la que trabajaba; un profesor de autoescuela viejo amigo de la época en que ella se sacó el carnet de motocicleta; o un aspirante a policía nacional, que el día antes de examinarse de sus pruebas físicas tuvo con Flor una noche de lujuría, media docena de cervezas y tequilas de por medio, y con el que terminó haciendo el amor en un banco de la plaza de España.

La vida de Flor había dado un giro inesperado. Sus nuevas tetas eran uno de los mayores atractivos de la noche gaditana. Eran un magnífico reclamo publicitario, una inesperada fuente de ingresos para los pubs, y los propietarios de algunos locales de moda con los que había hecho amistad de tanto frecuentarlos en las últimas semanas, comenzaron a contratarla para que les sirviera de imagen.

Así fue como Flor conoció a aquella pareja de alemanes que acababan de comprarse en primera línea de playa una casita para quedarse a vivir en el sur de España.

Markus y Anne Freudman eran muy gentiles. Empresario de una explotación de terneros en el norte de Baviera él, y funcionaria de Hacienda ella, el matrimonio alemán llevaba años visitando como turistas la provincia, y al fin habían sido capaces de encontrar su retiro dorado en Conil. Compraron la casa al contado con los ahorros de media vida, y se dispusieron a iniciar una nueva vida asentándose junto a una pequeña colonia de centroeuropeos de la costa española que jugaban a las cartas, veían partidos de fútbol bebiendo cerveza y paseaban los domingos bien temprano por la orilla de la playa.

Flor estaba acodada en la barra de uno de los bares de copas y fue Anne la que se acercó a ella. Tras presentarse, la invitó a tomar algo con ellos con la excusa de que su nivel de español era bastante pobre para relacionarse con los gaditanos de acentos más cerrados.

Dos días después, la alemana invitó a Flor a conocer la flamante mansión que había comprado junto a su marido. Con piscina climatizada, un jardín inmenso y varias habitaciones de invitados, Flor se ofreció a ayudarles en el farragoso papeleo que acarreaba su traslado a España. Y se hicieron inseparables.

Tres semanas después la chica gaditana tenía copia de llaves de llaves de la casa de Conil, conocía a algunos de los amigos de la pareja, y se había comprometido con ellos en preparar algún plato típico de la zona en la fiesta de inauguración oficial de su nuevo hogar y la nueva vida de los Freudman.


Era sábado de mediados de diciembre. El clima tan benigno de Cádiz no dejaba de sorprender a buena parte de los invitados a la cena. La pareja alemana se había esmerado muchísimo en los detalles de la decoración de la casa, a la que ya prácticamente no le faltaba nada para ser considerada un acogedor hogar centroeuropeo, y había organizado una fiesta de inauguración oficiosa. Aeso de las 8 de la tarde comenzaron a llegar los primeros invitados. La mayoría de ellos hablaba poco español. Había ciudadanos de media Europa, y muy pocos españoles. Entre ellos estaba María, una profesora de español que conoció a la pareja alemana en un viaje de estudios en Munich.

No habían pasado ni dos horas, y la cena discurría con la mayor de las formalidades. Nada parecía presagiar que Flor acabaría la noche desnuda sobre una cama redonda en uno de los dormitorios de la casa. Fue en los postres cuando alguien sacó el tema. En inglés y en un español chapurreado, algunos comensales se fueron excusando y se fueron levantando poco a poco para ir al baño. Allí Markus preparaba diez o doce rayas de cocaína, y había abierto el envase de un pequeño tarro transparente con píldoras en su interior. La fiesta había alcanzado una nueva fase.

Pastillas de alucinógenos, cocaína y alcohol en abundancia hicieron que los invitados se desinhibieran hasta el punto de que la mayoría comenzó a desnudarse y a bailar. Las luces domóticas de la casa aminoraron de repente su intensidad y comenzó a sonar una música de fondo que Flor no lograba reconocer. La joven no daba crédito a lo que veía pero se sentía cómoda y desvergonzada. El efecto de la primera raya que Markus le preparó le había hecho efecto. De repente una señora de unos cincuenta años la tomó por la cintura y la invitó suavemente susurrándole algo al oído, a acompañarla a uno de los dormitorios de la primera planta. Allí la esperaba la anfitriona, Anne Freudman, completamente desnuda, y otras dos personas más que se descalzaban en el vestidor contiguo. Flor vio que eran una pareja belga que se había presentado como funcionarios del Estado de aquel país, que estaban pensando en comprar una vieja casa en el centro para afincarse en la Costa del Sol. La cincuentona no soltaba la mano temblorosa de Flor, que veía como la agradable velada mutaba de cena en orgía con unos desconocidos.

Aquella noche fue solo la primera de muchas. Durante los seis meses siguientes, hasta prácticamente el inicio del pegajoso verano gaditano, Flor fue una de las piezas principales de las fiestas de intercambio que organizaban semanalmente en su casa los Freudman. Acudió en media docena de ocasiones sola. Otra media docena Flor convenció a alguna amiga, que alertada de lo que allí encontraría, se colocaba antes de llegar con algún psicotrópico. Una vez dentro de la mansión conileña de Markus y Anne la sintonía con ellos hacía que tanto la gaditana como sus acompañantes se sintieran cómodas y nunca vieran aquello como algo forzado.

Flor se acostó con la pareja alemana juntos y por separado. Compartió cama con otros hombres, jóvenes y mayores. Amigos de la pareja, socios inversores de su Alemania natal invitados para la ocasión. Y también con algunos de los miembros del grupo de centroeuropeos que había elegido años atrás la costa de Cádiz y Málaga para afincarse y vivir su jubilación dorada de sol y playa en Andalucía.

Flor jamás se sintió culpable de aquellas orgías. Llegó a olvidar a Manuel y a descuidar su vida anterior. No contestaba al teléfono, había dejado de buscar trabajo, y descubrió que hacer el amor con una mujer era completamente distinto a hacerlo con un hombre. Flor sentía que no engañaba a nadie. E interiorizó que ver a dos personas amarse mientras la invitaban a unirse era una de las cosas más sensuales que había descubierto.

Flor mantuvo relaciones sexuales en grupo, se drogó y alucinó con sustancias que ni siquiera sabía que existían. Confió su cuerpo y su alma a la pareja de alemanes con la que había intimado, sin saber que eran los precursores de una tendencia nueva, de amor libre, con escaso precedente en la provincia de Cádiz. Y aquella tendencia iba en aumento. El amor libre admitía una amplísima variedad de prácticas sexuales. Desde el bondage y el fetiche hasta el intercambio de parejas, pasando por el sado en mayor o menor grado, la sumisión, el travestismo, o las orgías múltiples en todo el sentido de la expresión.

Flor llegó a hacer el amor con ocho personas de forma simultánea. Intercambió fluidos con dos hombres y seis mujeres que se conocían y a su vez habían sido o eran pareja. Nadie hacía preguntas. Las cenas casi siempre se regaban con buenos vinos nacionales. La comida era exquisita, el ambiente elegante, la música relajaba, la droga invitaba a desnudarse. Flor se sintió bien hasta aquella fatIdica noche de finales de agosto.

Markus y Anne le habían dicho que en un par de días recibirían la visita de un viejo amigo de su hijo mayor. A Flor no le pasó por la cabeza que Manuel acudiría a la cena organizada por el matrimonio alemán, ni por supuesto que lo haría acompañado de su nueva pareja.

Fue en torno a las nueve y media cuando Manuel llegó a la casa ajardinada de Conil. Anne Freudman le abrió la puerta, y lo saludó de forma efusiva con un par de besos y un abrazo. Manuel los había conocido hacía años en una de las visitas que los alemanes hicieron a Cádiz cuando él trabajaba en una pequeña inmobiliaria donde los atendió. Desde entonces se habían comunicado asiduamente, aunque jamás habían coincidido hasta aquella noche.

Manuel llegó acompañado de Sean, un fornido afroamericano afincado en Rota, militar de profesión, al que presentó como un amigo. Flor oyó la voz de Manuel desde el salón, y se precipitó al recibidor. Nada más verla, la sonrisa se desdibujó del rostro de su ex-novio. Sean entendió enseguida perfectamente el motivo del silencio de ambos jóvenes, y acertó a presentarse.

-Hola. Me llamo Sean. Soy americano. Vivo con Manuel.





III.


Aquella noche fue el principio del fin de Flor. Aunque meses después reconoció haberse pasado con la cocaína, acostarse con Manuel y Sean fue desde el primer momento su prioridad. Se pasó toda la noche convenciendo al que fuera su novio, preguntándole por sus gustos sexuales, provocándolo. La mirada indiscreta del matrimonio Freudman, que la consideraban ya casi como esa hija que nunca tuvieron, sobrevolaba la habitación donde Flor mantuvo sexo primero con Sean a solas, y luego con los dos.

A finales de año, Flor había perdido el norte. Su adicción tanto al sexo como a las drogas había ido en aumento, y había comenzado a sufrir alucinaciones. Las orgías ya no le satisfacían como al principio. Ya no pensaba en disfrutar del sexo. Ya no miraba a los ojos a aquellos con los que compartía cama. Flor se convirtió en una máquina. Se volvió fría. Hierática. Apenas disfrutaba.
Llegó un momento en que Anne Freudman y Markus se plantearon pararle los pies, hacerle ver que la espiral de desenfreno terminaría por destruirla. Dejarle bien claro que debía medir un poco más lo que consumía, y dejar de realizar algunas prácticas sexuales con las que ponía en riesgo su vida.

No había pasado un año desde que Manuel y ella se habían vuelto a acostar, junto con el amante afroamericano de él, y Flor no era ya sino una sombra de lo que fue. Había perdido mucho peso. Su extrema delgadez había hecho que se vieron demasiado extraños los dos pechos operados que tan feliz la hacían a ella y a sus amantes al estrenarlos.

Flor ya no era atractiva. Por ese motivo tampoco resultaba rentable ya para los locales de copas, cuyos propietarios habían dejado de la noche a la mañana de llamarla. Su círculo vicioso de sexo y drogas la llevo a sacar dinero a escondidas de la cuenta corriente de su padre, que tardó en darse cuenta, y que en cuanto lo hizo dio orden al banco para que no le facilitaran ni un euro más.

Flor, al verse sin dinero para consumir, recurrió a Manuel, que le contestó con un somero estoy en el extranjero con Sean, negándole dinero y siquiera cariño. Solo Markus y Anne se comprometieron a ayudarla. También recurrió a algunos amigos y conocidos de sus noches de orgía en casa de los Freudman. Pero el matrimonio alemán había vendido su casa en Conil y había decidido pasar sus últimos años de nuevo en Alemanía.
Todos los intentos de conseguir dinero y sobre todo de salir a flote emocionalmente de nuevo de Flor fueron en vano.

Dos meses de abstinencia dura, su alimentación escasa y nefasta, y la infección contraída en una de las fiestas de sexo alocado, acabaron con Flor en el hospital. Los médicos dijeron que no le quedaba mucho de vida. Su padre pagó los gastos de su traslado a su casa. Allí aún quedaban algunas fotos de su noviazgo con Manuel, algunos recuerdos de su operación de pechos justo un mes antes de descubrir que su novio la engañaba en redes sociales con otros hombres, que ella rompió con ira en el último ataque de celos antes de morir.

Flor falleció el 28 de diciembre de 2018 con 31 años y dos tetas recién operadas. Aquella tarde el oleaje iba en aumento a medida que oscurecía, y la revoltosa espuma del mar auguraba una madrugada de temporal, de esas que en Cádiz dejan su rastro invisible en las calles.

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