I.
Flor
no se calma así como así. Viste de flores, como su nombre, juega
con sus dedos y el bolígrafo que ha cogido prestado de la mesa de su
padre. No tiene frío pese a que el otoño ya comienza a hacer de las
suyas en Cádiz, con el mar empezando a dar síntomas de bravura, con
las olas espumosas que extrañan a los turistas, con el viento
arreciando sobre la piedra ostionera que empieza ya a estar harta de
tantos piropos carnavaleros.
Flor
sabe que el día será largo. Es fotógrafa aficionada, y heredó de
su familia la clase, la distinción fingida y forzada, el espíritu
libre, las ganas de juerga constante y la concepción de que ahí
afuera hay un mundo por conocer, gente que hace cosas
extraordinarias, gente que vive al límite, gente que vive.
Hace
dos meses que esta chica joven, -tendrá unos 30 años muy bien
llevados-, salió del hospital. Decidió operarse los pechos, ponerse
una talla más. Al final fueron dos. Una copa extra, una mirada de
soslayo más a su busto, que completa la expresión aniñada de una
gaditana del siglo XXI.
Flor
no encontraba en su pareja la oposición a casi nada. Manuel, lejos
de oponerse, se llegó a obsesionar con la operación de pechos de su
novia. Él consultaba las revistas de moda con actrices de Hollywood
que ya se habían sometido a una operación similar para mejorar su
atractivo, ganar autoestima femenina, y multiplicar los silbidos a su
paso en las alfombras rojas. Manuel también solía rebuscar en
internet los preparativos previos y los cuidados posteriores a dicha
operación. Llegó a imaginar cómo sería su relación con las tetas
nuevas de Flor. Llegó a evidenciar tal obsesión con los pechos
recién operados de su novia, que llevaba dos semanas sin ni siquiera
querer tocarlos cuando ésta se desvestía para cambiarse las vendas
o darse una ducha.
Esa
pleitesía a sus pechos contrariaba enormemente a Flor. Le hacía
pensar que tal vez el resultado no había sido del todo satisfactorio
para un hombre como Manuel, que quizá no debería haber entrado
nunca en el quirófano, pero se consolaba viendo cómo sus amigas, en
las primeras imágenes de los dos senos agrandados, se mostraban
orgullosas de la nueva tetona gaditana.
Lo
cierto es que Manuel ni se acercaba a ellas. El chico, de familia
humilde y poco acostumbrado a que alguien pague por mejorar su físico
más allá de las pesas en un gimnasio y la peluquería de su amigo
Antón, Se había llegado a obsesionar tanto con los nuevos pechos de
Flor, que había decidido huir de ella. No quería tocarlos. No
quería maltratarlos con sus manos grandes y torpes.
Casi
dos semanas llevaba la joven gaditana estrenando implantes y su novio
no se acercaba. Manuel prefería la soledad de su ordenador, bien
entrada la tarde o la noche; navegaba como un obseso por páginas
pornográficas de todo tipo, y poco a poco se fue convirtiendo en un
experto en prácticas sexuales poco conocidas. Aprendió todo lo que
pudo sobre el sadomasoquismo, se convirtió en voyeur, y optó por lo
que nunca había pensado que haría; inmiscuirse en las páginas de
contactos homosexuales.
Sin
que su orientación sexual lo invitase a ello, la curiosidad y el
vicio de Manuel era tal que para calmar su obsesión con la operación
de pechos de su novia, Flor, lo condujo a crearse un perfil falso en
una de tantas redes sociales de contactos entre hombres. Se hizo unas
cuantas fotos semidesnudo, eligió la que le pareció que se le
reconocería menos y se le veía más sexi, una en la que aparecía
tumbado en la cama que compartía con la recién operada; mintió en
la descripción que el registro le requería
Hombre
con ganas de conocer gente.
1,90.
Complexión fuerte. Gaditano. Abogado. Soltero.
Manuel
no pensaba que aquello fuera a suponerle ningún quebradero de
cabeza. Simplemente por curiosidad o morbo, había decidido ver qué
se cocía en los mentideros homosexuales de su ciudad. En sus
primeras visitas a la red social desde el móvil se fue enganchando
más y más. Descubrió en una semana que varios de sus ex-compañeros
del equipo de fútbol también tenían perfil creado, más o menos
real, y que todos habían logrado contactos esporádicos para
mantener sexo. La mayoría había decidido a última hora no ir.
Desde
luego, a Manuel no se le pasaba por la cabeza acostarse con otro
hombre. Tampoco empezar una relación afectiva al margen de su
noviazgo con Flor. Solo sentía una fuerte atracción por aquella
doble vida. Se excitaba con el riesgo de que su novia, recién
operada de pechos, adivinara que había logrado seducir con su perfil
falso de abogado cachas gaditano, a algún maricón.
Pero
todo se torció para Manuel la mañana en que salió a hacer un poco
de footing por la playa. Con las prisas se olvidó el teléfono sobre
la mesita de noche, y éste comenzó a emitir destellos luminosos y
varios pitidos cortos pero repetitivos. Flor, que había dormido muy
mal aquella noche en que se cumplían treinta días de su operación,
y tenía revisión para ver cómo se habían asentado sus implantes
mamarios esa misma tarde, optó por apagar el aparato. Cuando lo
desbloqueó para darle al botón, no pudo evitar ver el icono
parpadeante de la red social gay de moda.
Extrañada,
Flor tecleó en el aparato el patrón de acceso del teléfono de su
novio, que Manuel pensaba que nadie más que él conocía. Fue
entonces cuando ella descubrió que su pareja se hacía pasar por un
altísimo abogado gaditano, con fotos eróticas tomadas en poses
sugerentes, con comentarios obscenos a esas imágenes de sus más de
cien seguidores, con citas convocadas pero rechazadas a última hora
por Manuel, con intercambios de números de teléfono, docenas de
proposiciones deshonestas, con celos pretéritos y adulterios
futuros.
La
discusión que tuvo la pareja cuando el novio llegó de correr
arruinó cualquier opción que Flor y Manuel hubieran tenido de
seguir juntos, de perdonarse la una al otro su engaño. Ninguna
explicación, ninguna justificación de Manuel convenció a su novia.
Ésta le propuso ese mismo día que se marchara de la casa que habían
empezado a compartir hacía un año, que rompieran su compromiso sin
revelar a nadie lo que había pasado y así, al menos, evitar la
mácula en su expediente heterosexual.
La
pregunta era evidente, pero la respuesta trató de ser lo
suficientemente tajante, sin conseguir su objetivo del todo.
“No,
Flor, no. Yo no soy mariquita”.
II.
Pasaron
tres meses, quizá cuatro. Cádiz se había metido de lleno en su más
puro invierno sureño. Madrugadas húmedas, días templados y
ventosos. El mar seguía embravecido. La espuma ya no era blanca, y
el oleaje de aquel fin de semana presagiaba la catástrofe.
Flor
había rehecho su vida sola. Con tetas nuevas operadas al contado y
vistosas como pocas en la ciudad, la joven era la atracción de los
locales de copas. Su generoso escote atraía las miradas de los
babosos borrachos de madrugada, que la piropeaban y manoseaban con o
sin su consentimiento.
Flor
se acostó en dos semanas con más de una docena de hombres de
diferente edad y condición. Seguía enamorada de Manuel, al que
hacía meses que no veía y con el que el contacto era nulo, pero
quién sabe si para desquitarse de la afrenta de haberlo sorprendido
ligando en redes sociales homosexuales, Flor necesitaba reafirmar su
atractivo físico, por descontado tan evidente como innegable.
Su
promiscuidad se hizo patente aquella época en todos los sentidos.
Flor se dejó arrastrar por las drogas de diseño que llegaron a
Cádiz con el retraso que llega todo a una ciudad de provincias. El
invierno vio cómo la treintañera cumplía años acostándose con un
italiano de paso por Cádiz, ingeniero, casado y con dos hijos. Al
italiano lo siguieron un sevillano estudiante de medicina y monitor
de spinning; un administrativo calvo que visitaba con más frecuencia
el gimnasio que la oficina en la que trabajaba; un profesor de
autoescuela viejo amigo de la época en que ella se sacó el carnet
de motocicleta; o un aspirante a policía nacional, que el día antes
de examinarse de sus pruebas físicas tuvo con Flor una noche de
lujuría, media docena de cervezas y tequilas de por medio, y con el
que terminó haciendo el amor en un banco de la plaza de España.
La
vida de Flor había dado un giro inesperado. Sus nuevas tetas eran
uno de los mayores atractivos de la noche gaditana. Eran un magnífico
reclamo publicitario, una inesperada fuente de ingresos para los
pubs, y los propietarios de algunos locales de moda con los que había
hecho amistad de tanto frecuentarlos en las últimas semanas,
comenzaron a contratarla para que les sirviera de imagen.
Así
fue como Flor conoció a aquella pareja de alemanes que acababan de
comprarse en primera línea de playa una casita para quedarse a vivir
en el sur de España.
Markus
y Anne Freudman eran muy gentiles. Empresario de una explotación de
terneros en el norte de Baviera él, y funcionaria de Hacienda ella,
el matrimonio alemán llevaba años visitando como turistas la
provincia, y al fin habían sido capaces de encontrar su retiro
dorado en Conil. Compraron la casa al contado con los ahorros de
media vida, y se dispusieron a iniciar una nueva vida asentándose
junto a una pequeña colonia de centroeuropeos de la costa española
que jugaban a las cartas, veían partidos de fútbol bebiendo cerveza
y paseaban los domingos bien temprano por la orilla de la playa.
Flor
estaba acodada en la barra de uno de los bares de copas y fue Anne la
que se acercó a ella. Tras presentarse, la invitó a tomar algo con
ellos con la excusa de que su nivel de español era bastante pobre
para relacionarse con los gaditanos de acentos más cerrados.
Dos
días después, la alemana invitó a Flor a conocer la flamante
mansión que había comprado junto a su marido. Con piscina
climatizada, un jardín inmenso y varias habitaciones de invitados,
Flor se ofreció a ayudarles en el farragoso papeleo que acarreaba su
traslado a España. Y se hicieron inseparables.
Tres
semanas después la chica gaditana tenía copia de llaves de llaves
de la casa de Conil, conocía a algunos de los amigos de la pareja, y
se había comprometido con ellos en preparar algún plato típico de
la zona en la fiesta de inauguración oficial de su nuevo hogar y la
nueva vida de los Freudman.
Era
sábado de mediados de diciembre. El clima tan benigno de Cádiz no
dejaba de sorprender a buena parte de los invitados a la cena. La
pareja alemana se había esmerado muchísimo en los detalles de la
decoración de la casa, a la que ya prácticamente no le faltaba nada
para ser considerada un acogedor hogar centroeuropeo, y había
organizado una fiesta de inauguración oficiosa. Aeso de las 8 de la
tarde comenzaron a llegar los primeros invitados. La mayoría de
ellos hablaba poco español. Había ciudadanos de media Europa, y muy
pocos españoles. Entre ellos estaba María, una profesora de español
que conoció a la pareja alemana en un viaje de estudios en Munich.
No
habían pasado ni dos horas, y la cena discurría con la mayor de las
formalidades. Nada parecía presagiar que Flor acabaría la noche
desnuda sobre una cama redonda en uno de los dormitorios de la casa.
Fue en los postres cuando alguien sacó el tema. En inglés y en un
español chapurreado, algunos comensales se fueron excusando y se
fueron levantando poco a poco para ir al baño. Allí Markus
preparaba diez o doce rayas de cocaína, y había abierto el envase
de un pequeño tarro transparente con píldoras en su interior. La
fiesta había alcanzado una nueva fase.
Pastillas
de alucinógenos, cocaína y alcohol en abundancia hicieron que los
invitados se desinhibieran hasta el punto de que la mayoría comenzó
a desnudarse y a bailar. Las luces domóticas de la casa aminoraron
de repente su intensidad y comenzó a sonar una música de fondo que
Flor no lograba reconocer. La joven no daba crédito a lo que veía
pero se sentía cómoda y desvergonzada. El efecto de la primera raya
que Markus le preparó le había hecho efecto. De repente una señora
de unos cincuenta años la tomó por la cintura y la invitó
suavemente susurrándole algo al oído, a acompañarla a uno de los
dormitorios de la primera planta. Allí la esperaba la anfitriona,
Anne Freudman, completamente desnuda, y otras dos personas más que
se descalzaban en el vestidor contiguo. Flor vio que eran una pareja
belga que se había presentado como funcionarios del Estado de aquel
país, que estaban pensando en comprar una vieja casa en el centro
para afincarse en la Costa del Sol. La cincuentona no soltaba la mano
temblorosa de Flor, que veía como la agradable velada mutaba de cena
en orgía con unos desconocidos.
Aquella
noche fue solo la primera de muchas. Durante los seis meses
siguientes, hasta prácticamente el inicio del pegajoso verano
gaditano, Flor fue una de las piezas principales de las fiestas de
intercambio que organizaban semanalmente en su casa los Freudman.
Acudió en media docena de ocasiones sola. Otra media docena Flor
convenció a alguna amiga, que alertada de lo que allí encontraría,
se colocaba antes de llegar con algún psicotrópico. Una vez dentro
de la mansión conileña de Markus y Anne la sintonía con ellos
hacía que tanto la gaditana como sus acompañantes se sintieran
cómodas y nunca vieran aquello como algo forzado.
Flor
se acostó con la pareja alemana juntos y por separado. Compartió
cama con otros hombres, jóvenes y mayores. Amigos de la pareja,
socios inversores de su Alemania natal invitados para la ocasión. Y
también con algunos de los miembros del grupo de centroeuropeos que
había elegido años atrás la costa de Cádiz y Málaga para
afincarse y vivir su jubilación dorada de sol y playa en Andalucía.
Flor
jamás se sintió culpable de aquellas orgías. Llegó a olvidar a
Manuel y a descuidar su vida anterior. No contestaba al teléfono,
había dejado de buscar trabajo, y descubrió que hacer el amor con
una mujer era completamente distinto a hacerlo con un hombre. Flor
sentía que no engañaba a nadie. E interiorizó que ver a dos
personas amarse mientras la invitaban a unirse era una de las cosas
más sensuales que había descubierto.
Flor
mantuvo relaciones sexuales en grupo, se drogó y alucinó con
sustancias que ni siquiera sabía que existían. Confió su cuerpo y
su alma a la pareja de alemanes con la que había intimado, sin saber
que eran los precursores de una tendencia nueva, de amor libre, con
escaso precedente en la provincia de Cádiz. Y aquella tendencia iba
en aumento. El amor libre admitía una amplísima variedad de
prácticas sexuales. Desde el bondage y el fetiche hasta el
intercambio de parejas, pasando por el sado en mayor o menor grado,
la sumisión, el travestismo, o las orgías múltiples en todo el
sentido de la expresión.
Flor
llegó a hacer el amor con ocho personas de forma simultánea.
Intercambió fluidos con dos hombres y seis mujeres que se conocían
y a su vez habían sido o eran pareja. Nadie hacía preguntas. Las
cenas casi siempre se regaban con buenos vinos nacionales. La comida
era exquisita, el ambiente elegante, la música relajaba, la droga
invitaba a desnudarse. Flor se sintió bien hasta aquella fatIdica
noche de finales de agosto.
Markus
y Anne le habían dicho que en un par de días recibirían la visita
de un viejo amigo de su hijo mayor. A Flor no le pasó por la cabeza
que Manuel acudiría a la cena organizada por el matrimonio alemán,
ni por supuesto que lo haría acompañado de su nueva pareja.
Fue
en torno a las nueve y media cuando Manuel llegó a la casa
ajardinada de Conil. Anne Freudman le abrió la puerta, y lo saludó
de forma efusiva con un par de besos y un abrazo. Manuel los había
conocido hacía años en una de las visitas que los alemanes hicieron
a Cádiz cuando él trabajaba en una pequeña inmobiliaria donde los
atendió. Desde entonces se habían comunicado asiduamente, aunque
jamás habían coincidido hasta aquella noche.
Manuel
llegó acompañado de Sean, un fornido afroamericano afincado en
Rota, militar de profesión, al que presentó como un amigo. Flor oyó
la voz de Manuel desde el salón, y se precipitó al recibidor. Nada
más verla, la sonrisa se desdibujó del rostro de su ex-novio. Sean
entendió enseguida perfectamente el motivo del silencio de ambos
jóvenes, y acertó a presentarse.
-Hola.
Me llamo Sean. Soy americano. Vivo con Manuel.
III.
Aquella
noche fue el principio del fin de Flor. Aunque meses después
reconoció haberse pasado con la cocaína, acostarse con Manuel y
Sean fue desde el primer momento su prioridad. Se pasó toda la noche
convenciendo al que fuera su novio, preguntándole por sus gustos
sexuales, provocándolo. La mirada indiscreta del matrimonio
Freudman, que la consideraban ya casi como esa hija que nunca
tuvieron, sobrevolaba la habitación donde Flor mantuvo sexo primero
con Sean a solas, y luego con los dos.
A
finales de año, Flor había perdido el norte. Su adicción tanto al
sexo como a las drogas había ido en aumento, y había comenzado a
sufrir alucinaciones. Las orgías ya no le satisfacían como al
principio. Ya no pensaba en disfrutar del sexo. Ya no miraba a los
ojos a aquellos con los que compartía cama. Flor se convirtió en
una máquina. Se volvió fría. Hierática. Apenas disfrutaba.
Llegó
un momento en que Anne Freudman y Markus se plantearon pararle los
pies, hacerle ver que la espiral de desenfreno terminaría por
destruirla. Dejarle bien claro que debía medir un poco más lo que
consumía, y dejar de realizar algunas prácticas sexuales con las
que ponía en riesgo su vida.
No
había pasado un año desde que Manuel y ella se habían vuelto a
acostar, junto con el amante afroamericano de él, y Flor no era ya
sino una sombra de lo que fue. Había perdido mucho peso. Su extrema
delgadez había hecho que se vieron demasiado extraños los dos
pechos operados que tan feliz la hacían a ella y a sus amantes al
estrenarlos.
Flor
ya no era atractiva. Por ese motivo tampoco resultaba rentable ya
para los locales de copas, cuyos propietarios habían dejado de la
noche a la mañana de llamarla. Su círculo vicioso de sexo y drogas
la llevo a sacar dinero a escondidas de la cuenta corriente de su
padre, que tardó en darse cuenta, y que en cuanto lo hizo dio orden
al banco para que no le facilitaran ni un euro más.
Flor,
al verse sin dinero para consumir, recurrió a Manuel, que le
contestó con un somero estoy en el extranjero con Sean, negándole
dinero y siquiera cariño. Solo Markus y Anne se comprometieron a
ayudarla. También recurrió a algunos amigos y conocidos de sus
noches de orgía en casa de los Freudman. Pero el matrimonio alemán
había vendido su casa en Conil y había decidido pasar sus últimos
años de nuevo en Alemanía.
Todos
los intentos de conseguir dinero y sobre todo de salir a flote
emocionalmente de nuevo de Flor fueron en vano.
Dos
meses de abstinencia dura, su alimentación escasa y nefasta, y la
infección contraída en una de las fiestas de sexo alocado, acabaron
con Flor en el hospital. Los médicos dijeron que no le quedaba mucho
de vida. Su padre pagó los gastos de su traslado a su casa. Allí
aún quedaban algunas fotos de su noviazgo con Manuel, algunos
recuerdos de su operación de pechos justo un mes antes de descubrir
que su novio la engañaba en redes sociales con otros hombres, que
ella rompió con ira en el último ataque de celos antes de morir.
Flor
falleció el 28 de diciembre de 2018 con 31 años y dos tetas recién
operadas. Aquella tarde el oleaje iba en aumento a medida que
oscurecía, y la revoltosa espuma del mar auguraba una madrugada de
temporal, de esas que en Cádiz dejan su rastro invisible en las
calles.
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