martes, 23 de septiembre de 2008

LA PIEL PRESTADA (I)

Abre la puerta. Lo primero que llega hasta el recibidor es el eco de la música, el color rojizo de las paredes de la habitación y el olor a perfume barato mezclado con tabaco. Está sola. Aparece vestida para dormir con un camisón rosa y unas zapatillas a juego de esas que las niñas se ponen en carnavales.
Es joven. Treinta y pocos años decoran una cara marcada por el sufrimiento. Y guapa. Muy guapa. Poco a poco se acerca, deja que la madame se marche y me saluda. No habla, tan sólo un buenas noches educado rompe el silencio de la incipiente madrugada mientras agarra mi mano para palpar el tacto de una piel prestada.

De repente hace un movimiento extraño. Se la nota incómoda. Frunce el ceño y arquea las cejas ligeramente, nota que su cigarrillo se está consumiendo sin posibilidad de vuelta atrás y gimotea como quien ve pasar su vida sin poder hacer nada para salvarse. En el espacio de tiempo en el que parpadea tres veces seguidas vuelve su mirada a la habitación. Se siente indefensa, pero no reclama ayuda. Sabe que mis intenciones son buenas, el tiempo le ha enseñado a diferenciar entre los salvajes y los solitarios. Ella no desconfía, pregunta algo que no logro entender y deja caer ligeramente, como quien no quiere la cosa, uno de los tirantes de su camisón de saldo para tratar de conseguir que yo desvíe la mirada de sus profundos ojos negros.

Entretanto la señora de la casa, convertida en reclamo de machos ibéricos venidos a menos y de jóvenes solteros o casados con ganas de juerga tras una docena de whiskys en un bar ya lejano, se acerca sigilosa y le recuerda que el tiempo es oro. Su mirada no se aparta de mi cartera. El tiempo corre y las prisas aumentan porque a su puerta ya ha llegado el siguiente cliente de la noche…

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