Prometo no hablar, querido Gustavo, de nada que pueda recordarte a mi faceta profesional de crítico político venido a más. Prometo no hablar de mi mediocridad, de mi pesimismo exacerbado (ni siquiera sé si se escribe así), y prometo no hablar de mis experiencias sexuales en la pubertad. En este rincón que las nuevas tecnologías nos bridan prometo no hablar de mi vecina la que tiende la ropa seca para darse su particular paseo por las nubes, prometo no hablar del nivel de cloro que tiene una piscina en la que los delfines se comen a los tiburones y las duchas son propicias para el amor; prometo no hablar de los presos en las cárceles inmundas de Brasil, prometo no hablar de deseo, prometo no hablar de mis ex- , ni de las tuyas, prometo no hablar de placeres prohibidos una tarde de domingo, porque como tu bien sabes amigo, los domingos son para estar con los seres queridos. Ah, y prometo no hablar de mí, siempre pensé que está feo hablar de uno mismo pero siempre termino haciéndolo. Prometo no hablar de quien una vez deseé aunque ese deseo fuera enfermizo, prometo no hablar de los árboles, no hablar de los gatos que se suben a ésos árboles, ni hablar de las ancianas que cuidaban esos gatos, ni tampoco de los maridos marineros ancianos de esas ancianas, que con su hacha obligaron al gato a huir y subir a la copa del árbol más cercano que había en el parque.
Y si un virus vuelve a cruzarse en tu camino, prometo no hablar de él tampoco. Sólo me lo comeré para que tú puedas estar a salvo el resto de la semana, dejar ese trabajo obligatorio por ley que nos asola, volver a soñar que somos libres y seguir volando hacia tierras lejanas donde el amor, el sol y el mar se han vuelto cercanos, porque volar, soñar, amar y respirar son las únicas cosas de las que ya, una vez no muy lejana, prometí no hablar.
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