Subimos, bajamos, volvimos a subir.
Aquella montaña rusa que comenzó en una cena ha bajado y subido tantas veces que ya no tiene sentido seguir montado. La feria estaba repleta de atracciones y decidimos montarnos en la más peligrosa. A veces tuve la sensación de que podríamos habernos bajado en marcha. El tipo de la gorra nos invitó a dar un paseo por las nubes. Habíamos subido un ratito, y desde arriba éramos capaces de divisar el infinito.
Aquella luna, aquel paraíso prestado, aquellos mundos de color con bufanda roja, luna llena y mensajes encriptados que sólo nosotros entendíamos.
De repente la montaña rusa se paró. El infierno estaba un poquito más cerca a cada metro que recorríamos. Entonces llegaron las curvas, los sube y bajas se hicieron más rápidos, la emoción se disparó a la misma velocidad que comenzaba el descenso.
Fue entonces cuando aquella montaña rusa dejó de ser divertida. Hubo un momento que hubiera pagado por bajarme en lugar de subir. Me hubiera gustado correr muy lejos, aprender a decir que no, no coger el teléfono justo cuando era mejor no oír tu voz.
Subimos, bajamos. Volvimos a subir. Con comas entrelazadas escribimos crónicas inversas, aprendimos que el celeste es más que un color, que los perros de peluche a veces hablan, sienten y padecen, y que las películas en blanco y negro sólo las ponían de madrugada, cuando la vida casi ha acabado y la soledad campa a sus anchas.
Fueron días felices, días de ánimos, de consideración, de caricias, incluso de piropos. Pero de repente hubo algo en el interior de la montaña rusa que crujió. Todo empezaba a ir mal. Todo fallaba. Todo pasó a ser oscuro, mediocre, inverosímil. El cielo se tornó convexo, afloraron los rencores, los malos entendidos, el temor a lo desconocido o a lo imprevisto.
La montaña rusa era ya como una estrella fugaz que pasa rápido. Subimos y bajamos. Volvimos a subir pese a que dábamos por hecho que caeríamos. Desde arriba se veía todo mejor. Desde abajo la perspectiva era tan mala que nos temimos lo peor.
Risas, silencios, manos que se agitan al viento, un millón de palabras escritas y un abrazo. Enseguida llegó la desconfianza, la falta de comprensión, el ánimo perdido, el miedo a que los operarios pararan el motor y cayéramos al vacío.
En aquellos días la montaña rusa no tenía sentido. Ese subir y bajar producía demasiados mareos, obligaba a viajar en primera para no sentirse despiadado, aterraba sólo con mirar y nos hacía presas de nuestras propias demencias.
Subimos. Bajamos. Y volvimos a subir.
Ahora parece que aquella montaña rusa ha parado. Los vagones comienzan a recuperar la cordura y ponen a cada uno en su sitio. El guarda de la gorra oscura y barba de una semana me indica que puedo salir, que el viaje ha terminado, y a veces pienso que no ha merecido la pena, que la diversión no compensó el sufrimiento y el vértigo, que cada recorrido que iniciemos jamás nunca será tan bacheado como éste.
Quizá la montaña rusa no fue lo que yo esperaba. La primera madrugada pensé que era una atracción magnífica, que sería un negocio redondo, una experiencia única y vital.
Ahora, a menos que el paso del tiempo o tú me digais lo contrario, creo que fueron tres minutos de viaje perdidos.
Siempre subiendo y bajando.
Volviendo a subir.
Y volviendo a caer.
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