Mientras la rusa seguía chupándosela, aquel ejecutivo de paisano con corbata no daba crédito. Las cortinas rosas, la moqueta rosa, el infierno rosa.
Nada como una buena cena después de un cigarrillo. Nada como un estropicio mental tras una caminata, nada como un desenlace tortuoso, nada como la nata y las fresas en el postre, en medio de la nada.
La rusa era una niña bien, venida a menos. Sabía hacerlo con soltura, recorría cada milímetro de la piel del ejecutivo con el ansia de quien lo hace todo por primera vez y la sabiduría de las prostitutas de su ciudad natal.
Era pequeña, menuda, sonriente, guapa. Lo suficiente como para que todos los clientes la desearan, para que muchos de ellos dejaran entre sus piernas la paga extraordinaria de navidad incluso antes de cobrarla; demasiado para alguna de sus compañeras.
El ejecutivo no era elegante. El tipo sudaba como quien acaba de correr la maratón de Nueva York y recuperaba el aliento tras cinco intensos y prolongados minutos de jadeos entrecortados por la tos crónica que le producía fumar.
Cada vez que se encontraban la rusa le hacía el mismo gesto. Ella acordaba el tiempo de la estancia en el lupanar. Apenas veinte minutos, el mismo ritual, la misma mala costumbre, el dinero en la mesa, los condones sin utilizar, las mismas sábanas rosa...
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