Desde que amanece, su sombra planea en mi ventana. Ahí sigue, impertérrito a la crisis, ensimismado en la contemplación de los pájaros del horizonte, las lluvias que se aproximan y que desbordan el cauce del río cercano, o atónico ante las cáscaras de las pipas que desecha al comer.
Es barandista de profesión. No tiene otra, ni tampoco le interesa tenerla. Quizá en una época no muy lejana su afición a las barras de los bares le llevó por el camino. Da igual. Él es felíz. Tiene todo lo que puede desear, no le falta salud, su hijo crece y crece sin parar y aspira a relevarle en el trono, en el púlpito de su baranda. Su mujer le obedece, de vez en cuando le grita, y la mayor parte del tiempo lo llama a voces.
Este barandista es distinto a tantos otros barandistas que llegan para, sin saberlo, pretender quitarle el puesto. Este barandista es grande, grandioso, este barandista vuelve locas a las mujeres del bajo de todo el edificio, este barandista viste de gala para la ocasión cuando se acercan las tres de la tarde y el resto de vecinos normales llega de sus trabajos, de sus colegios, de sus hobbies.
Yo, como ya habrán deducido de estas palabras, admiro a este barandista. Él es firme en su condición como tal, no hace daño a nadie con su ocupación preferida, y simplemente, desde que anochece hasta que amanece, haga frío o calor, llueva o truene, él sigue ahí, al pie del cañón, indeleble a las críticas, volcado en su pasión; mirar la vida pasar, como buen barandista.
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