jueves, 26 de julio de 2012

ÉRAMOS

Desgastados por el mal humor, incipientes en el deseo, adolescentes con arrugas en el alma. Así éramos nosotros dos, cada uno de una parte de la vida, de la ciudad, y de la fama. Yo venía de familia humilde, tú aspirabas a grandeza. Yo estudiaba, tú ibas a estudiar. Mi bici me desplazaba por el mundo, tú acababas de heredar aquel coche destartalado donde nos amábamos cada madrugada.

En nuestros sueños lográbamos nuestras metas, pero la realidad era otra. Veníamos andando de lejos, aprendimos a nadar casi a la vez, los cristales temblaban, el cielo se oscurecía como hoy, y el viento soplaba sin cesar.

En las fotos de aquella revista que aún guardo en el cajón sales estupenda. Igual que en las fotos que gasté de tanto mirar mientras divagaba a media tarde por los pasillos de la facultad.

Siempre pensé que la maldición de la cabina acabó con nuestro futuro. Que alguien, lejos y sin conocernos, nos había predestinado a que la infancia se mezclase con la pasión, a que los billetes de metro sin pasajeros nos costasen más caro, que él y tú retozárais en el diván del tiempo, que yo extrañara lo que nunca tuve, en una especie de círculo vicioso del azar, el amor y la maldición.

Desempolvar aquellas cartas, aquellas fotos, supone para mi una vuelta a un pasado efímero, a lo más recóndito de la memoria, a la posibilidad de redención.

Éramos otros. Éramos jóvenes.
Pero aún hay días que te extraño.

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