Los gritos de las aceras nunca sirvieron para nada. Ni las quejas de sofá. Levántate y anda, me dijeron una vez. Y eso hice. Comencé a andar y no detuve mi camino hasta ver el mar.
Pero el mar ahora está muy triste. Hace años que no recordaba episodios pasados y el jacuzzi los ha traído a mi memoria.
Pero está bien que sea así, me repite mi conciencia. A veces es bueno echar un vistazo por el retrovisor para seguir avanzando, a veces resulta coherente hacerlo. Aunque duela.
En aquellos años yo era otro. Otro yo. Otro bombón.
Recuerdo como si fuera hoy el dolor de las palabras, las caricias por la espalda, el sabor de tus labios, el olor de tu cuello impregnado de perfume, la paz interior que me dabas. Cuando gemir no tenía sentido si no estabas tú, fue justo cuando apareció él.
Pero no fue él, ni tú, ni seguramente yo. Fueron mis miedos, mi debilidad, mis circunstancias.
Años después los gritos en las aceras, las cabinas de teléfonos, el vacío de poder, ya casi no queda nada de todo aquello.
Se ha perdido el ímpetu, las ganas de amarnos como entonces, la comprensión, el vértigo de sentir que te perdía.
Ha llovido mucho desde entonces. Quizás demasiado.
Pero sobre todo es que yo ya no soy el que era.
Aunque a veces todavía, a ratitos, aún te eche de menos.
Pero ahora soy otro yo.
Otro bombón.
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